Siempre

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miércoles, 20 de marzo de 2013

Chinerías

Ya se sabe que a mí lo chino no me hace tanta gracia. No me gusta ver películas chinas porque no entiendo un carambas y, si los subtítulos están tan mal traducidos como los de las cintas en inglés -deformación profesional-, estoy segura de que entenderé todo al revés. Tampoco soy adepta a la decoración con chinerías, esa que estuvo de moda con sus muebles laqueados en negro brillante y monigotes de pasta que semejaba marfil.  Disfruto la ocasional visita a un restaurante chino, y así, fui al nuevo buffet de la avenida Miguel Ángel de Quevedo con Manolo et al (léase sus cuates), Diego y el esposo. No es el clásico menú americano-chino, sino es de otro estilo, de no sé qué región de por allá, lo que lo hace más especializado, como si va uno en lugar de aun restaurante español, a uno vasco, o a uno poblano en vez de simplemente mexicano.
Ya habíamos ido alguna vez ahí pero como tenía uno o dos días de inaugurado había poco surtido. esta vez, en cambio, había de todo. Bolas chinas rellenas de cajeta de frijol (dicen que es soya dulce pero de eso nada, como si yo no me hubiera pasado varias horas de mi infancia meneando la pala de madera para que espesara a punta de azúcar y leche aquella olla del dulce que mi padre hacía de repente). De sopa había cocido chino, o sea, caldo con verdurines surtidos o pozole chino, con unas plastas blanquecinas. Para empujar, el pan eran churros chinos, o sea unas piezas largas pero muy simplonas. Tomamos las consabidas cestitas redondas de madera con dumplings ( lo siento, no sé traducir dumplings a chino ni a español), cuyos rellenos siguen siendo un misterio para mí y creo que hasta para el cocinero chino, que debe haber sido el del chiste: unos eran de marisco, otros de alguna clase de carne y otros, delatados por sus colores, son de vegetales. Como todos saben igual ya con la salsa soya, puede uno tomarlos indistintamente y sin remordimiento si se es vegetariano..
Junto a nosotros había tres señoras bastante mayores en una mesa, que comieron más que nuestros jóvenes y varoniles comensales. Iban y venían con platos rebosantes y daban cuenta de todo, hasta eso, sin eructar. Sobra decir que eran de ascendencia oriental y conocían los nombres de lo que ingerían con tanta alegría. Los nuestros también se levantaban varias veces y traían de esa paella china que un cocinero preparaba poniéndole lo que uno elegía de unos platitos que tenía para el caso. Había de todo: vegetales, carnes, una cosa que parecía chilorio chino, omelett chino, tocino chino, aguachile chino de camarón crudo que desconozco si el cocinero cocía para su paella o los colocaba así nada más por encima porque no llegué hasta ahí: estaba llena de bolas fritas de cosas varias tipo chilpachole. Ese día no había agua de lichi, pero había un té helado que cogía uno de la máquina de refrescos y que sabía como el agua fermentada de la fuente del parque México (sí, alguna vez probé ese verde líquido sin querer cuando era chica).
Para los postres, helado de lichi. Es riquísimo. Y de remate té de florecitas (un tanto cuanto gay). Como los muchachos seguían empampirulándose, subimos a la tienda-supermercado chino a babosear y nos encontramos a las tres alegres tragonas que estaban comprando galletas para, seguramente, irselas a empujar con un café a su casa para terminar su fin de semana.
Realmente no sé decir bien a bien qué comí, me gustó, sí, pero no volveré en un rato. Mi paladar no es tan aventuroso, creo.
Y yo, con este gripón marca Bachoco que me cargo, iré a Guanajuato mañana. Menos mal no es gripe asiática. Amo Guanajuato, lo que odio es la gripe: es llorar y llorar como la canción, y si es verdad eso que dicen de sonreír adrede hasta que la sonrisa se fije y nos sintamos felices, yo terminaré totalmente deprimida de tanto lagrimeo. Wish me luck.